La nariz de un notario – Edmond About

La nariz de un notario

Edmond About

Título Original: Le Nez d’un Notaire (1862)

La tragicómica historia del joven Alfred L’Ambert, un opulento y arrogante notario, campeón del foyer de la Ópera parisina, que en el curso de un lance por una hermosa dama pierde su nariz de una certera estocada. En su desesperado afán por recuperar la nariz, que no la dama, monsieur L’Ambert encadenará su suerte, por arte y virtud de una intervención quirúrgica tan osada como prodigiosa, a la de un inocente y tosco aguador de provincias, prontamente corrompido para solaz y ulterior quebranto del desalmado notario. Inspirada en históricas especulaciones médicas que fácilmente pueden remontarse al De sensu rerum et magia de Campanella, y situada a medio camino entre la realidad científica y la ficción, La nariz de un notario de Edmond About constituye una brillante y divertidísima sátira del beau monde parisien; una suerte de teatro del absurdo que abunda en las relaciones de clase para promover, con el suceder de las páginas y los acontecimientos, una despiadada reflexión sobre los problemas del yo y la identidad, claves sin duda del éxito que en el pasado gozara esta obrita, firmada, por todo lo demás, por una de las plumas más elegantes e injustamente olvidadas de la literatura decimonónica francesa.

A M. Alejandro Bixio

Permitidme, señor, que encabece este humilde trabajo con el nombre ilustre y querido de un hombre que ha consagrado toda su vida a la causa del progreso; de un padre que ha ofrecido sus dos hijos a la liberación de Italia; de un amigo que se ha apresurado a darme una prueba de simpatía al siguiente día de Gaetana.

E.A.

I. Oriente y occidente en lucha. Corre la sangre

Maese Alfred L’Ambert, antes de recibir el fatal golpe que le obligó a cambiar de nariz, era, sin sombra de duda, el más brillante notario de Francia. En aquella época contaba treinta y dos años; era de elevada estatura, poseía unos ojos grandes y rasgados, frente olímpica, y su barba y sus cabellos eran de un rubio admirable. Su nariz (antes que su nombre[1]) se curvaba en forma de pico de águila. Y créanme si les digo que la corbata blanca le caía de maravilla. ¿Sería porque la usaba desde la más tierna infancia o porque se la suministraba algún buen fabricante? Supongo que por ambas razones a un tiempo.

Una cosa es atarse al cuello un pañuelo de bolsillo como si fuera un nudo corredizo, y otra muy distinta, formar con arte y perfección un buen nudo de muselina blanca con las dos puntas iguales, almidonadas sin exceso y dirigidas simétricamente a derecha e izquierda. Una corbata blanca bien elegida y bien anudada no es un adorno que carezca de gracia; todas las mujeres os lo podrán decir. Pero no basta con llevarla puesta; es preciso saberla llevar; y eso es cuestión de experiencia. ¿Por qué los obreros parecen tan desmañados y artificiosos el día que se casan? Porque van disfrazados con una corbata blanca sin práctica previa.

Uno se acostumbra pronto a llevar los tocados más excesivos; una corona, por ejemplo. El soldado Bonaparte recogió una que el rey de Francia había dejado caer sobre la Place Louis XV[2]: se la colocó él mismo, sin haber recibido lecciones de nadie, y Europa declaró que aquel gorro no le quedaba del todo mal. Enseguida introdujo la moda de la corona entre el círculo de sus familiares e íntimos. Y todos a su alrededor la llevaron o la quisieron llevar. Pero este hombre extraordinario no pasó de ser un portacorbatas asaz mediocre. Sin embargo, el vizconde de C***, autor de varios poemas en prosa, estudió diplomacia, o lo que es lo mismo, el arte de saber llevar corbata con provecho.

En 1815, pocos días antes de la campaña de Waterloo, asistió a la revista de nuestras últimas tropas; ¿y sabéis qué fue lo que más le impresionó de aquella heroica fiesta en la que prendía el desesperado entusiasmo de una gran nación? Que a Napoleón no le sentaba demasiado bien la corbata.

Pocos hombres, en este pacífico terreno, se hubieran podido medir con maese Alfred L’Ambert. Digo L’Ambert, y no Lambert, y hay de por medio una decisión del Conseil d’État. Maese L’Ambert, sucesor de su padre, ejercía como notario por derecho de nacimiento. Hacía más de dos siglos que los miembros de esta gloriosa familia se transmitían, de varón en varón, el estudio de la Rue de Verneuil junto con la más alta clientela del Faubourg Saint-Germain.

El cargo jamás había sido tasado, toda vez que nunca había salido de la familia; pero a juzgar por los beneficios de los últimos cinco años, no se podía evaluar en menos de trescientos mil escudos[3]. Es decir, que reportaba, un año sí y otro también, unas noventa mil libras. Desde hacía más de dos siglos, todos los primogénitos de la familia habían llevado la corbata blanca con tanta naturalidad como los cuervos llevan sus plumas negras, los borrachos sus narices rojas o los poetas sus vestiduras raídas. Legítimo heredero de un nombre y una fortuna considerables, el joven Alfred había mamado, a la par que la leche, los buenos principios. Despreciaba, como es debido, todas las novedades políticas que se habían introducido en Francia después del desastre de 1789. A su juicio, la nación francesa se componía de tres clases: el clero, la nobleza y el estado llano. Opinión respetable y compartida todavía hoy por un reducido número de senadores. Se situaba modestamente entre los primeros del tercer estado, no sin ciertas pretensiones secretas de formar con la nobleza de toga. Sentía un profundo desprecio por el grueso de la nación francesa, esa caterva de campesinos y obreros que recibe el nombre de pueblo o vil muchedumbre. Se acercaba a ésta lo menos posible, por consideración a su amable persona, que amaba y cuidaba apasionadamente. Sano, esbelto y vigoroso como un lucio de río, estaba convencido de que aquella gentuza era morralla creada expresamente por la Providencia para servir de alimento a los señores lucios.

Hombre, por lo demás, encantador, como casi todos los egoístas: estimado en Palacio, en el Círculo[4], en la Cámara de Notarios, en las conferencias de Saint-Vicent de Paul[5]; amigo fiel de los hombres de su rango; buen tirador de esgrima y espada en los salones de armas; excelente bebedor y amante generoso en tanto se sentía prendado; acreedor de lo más bondadoso en tanto cobraba los intereses de su capital; refinado en sus gustos, afectado en el vestir, limpio cual moneda de nuevo cuño; asiduo los domingos a los oficios de Saint-Thomas-d’Aquin, y los lunes, miércoles y viernes al foyer de la Ópera[6]; habría sido el más perfecto gentleman[7] de su época, así en lo físico como en lo moral, de no ser por una deplorable miopía que lo condenaba a llevar gafas. ¿Es necesario decir que sus gafas eran de oro, y las más finas, las más ligeras, las más elegantes que alguna vez obrase el célebre Mathieu Luna, del Quai des Orfèvres?

No siempre las llevaba; tan sólo en su despacho o en casa de sus clientes, cuando tenía que leer alguna escritura. Y créanme si les digo que los lunes, miércoles y viernes, al entrar en el hogar de la danza[8], tenía buen cuidado de exponer sus hermosos ojos. Ningún cristal bicóncavo velaba entonces el brillo de su mirada. Debo reconocer que no veía ni jota y que a veces saludaba a una comparsa tomándola por una estrella, pero tenía el aire resuelto de un Alejandro entrando en Babilonia. Por esta razón, las niñas del cuerpo de baile, muy aficionadas a poner motes a unos y a otros, lo habían bautizado como el Vencedor. Un turco gordo y amable, secretario de embajada, había recibido el sobrenombre del Tranquilo. A un consejero de Estado lo llamaban el Melancólico. A un secretario general del ministerio de ***, muy vivo y desmañado en sus maneras, se le conocía por monsieur Turlu; y por esta razón, la pequeña Élise Champagne, también llamada Champagne II, había recibido el sobrenombre de Turlurette[9] una vez había dejado los corifeos para elevarse a la categoría de solista.

Mis lectores de provincias (si es que este relato traspasa alguna vez las murallas de París) emplearán uno o dos minutos en meditar el párrafo anterior. Desde aquí puedo oír las mil y una preguntas que dirigirán mentalmente a su autor: «¿Qué es el hogar de la danza? ¿Y el cuerpo de baile? ¿Y las estrellas de la Ópera? ¿Y los corifeos? ¿Y las solistas? ¿Y las comparsas? ¿Y los secretarios generales que penetran en dicho mundo aun a riesgo de adquirir un mote? Y finalmente, ¿por qué extraño azar un hombre de la posición y los principios de maese Alfred L’Ambert acudía tres veces por semana al hogar de la danza?».

¡Ah, queridos amigos! Precisamente porque era un hombre de posición y principios. El hogar de la danza era, en aquellos tiempos, un amplio salón cuadrado rodeado de viejas banquetas de terciopelo rojo y frecuentado por todos los hombres distinguidos de París. Allí se reunían no sólo los hombres de finanzas, los consejeros de Estado y los secretarios generales; también lo hacían los príncipes y los duques, los diputados y los prefectos, y los senadores más afectos al poder temporal de la Iglesia; faltaban solamente los prelados. Allí se veían ministros casados, e incluso los más casados de todos nuestros ministros. Cuando digo allí se veían, no quiero decir que yo mismo los viese; entenderéis que los pobres diablos de los periodistas no entrábamos allí como en un molino. Un ministro tenía en su poder las llaves de aquel salón de las Hespérides, y nadie entraba en él sin la venia de Su Excelencia. ¡Tendrían que ver cuántas rivalidades, cuántos celos e intrigas! ¡Cuántos gabinetes han caído bajo los más diversos pretextos, pero, en el fondo, porque todos los hombres de Estado querían reinar sobre el hogar de la danza! ¡No vayáis a creer que tales personajes acudían al lugar atraídos por los placeres prohibidos! No. Tan sólo ardían en deseos de fomentar un arte eminentemente aristocrático y político.

El curso de los años quizá haya cambiado todo esto, pues las aventuras de maese L’Ambert no datan en absoluto de esta misma semana. Ni tampoco se remontan a la más remota antigüedad. Si bien razones de alta conveniencia me impiden precisar el año exacto en que este funcionario ministerial cambió su nariz aguileña por una recta. Es por eso que he dejado caer, como los fabulistas, un vago en aquella época. Contentaos con saber que la acción se desarrolla dentro de los anales del mundo, entre el incendio de Troya por los griegos y el del Palacio de Verano de Pekín por el ejército inglés: dos hitos memorables de la civilización europea.

Un contemporáneo y cliente de maese L’Ambert, el marqués de Ombremule, decía cierta noche en el Café Anglais[10]:

—Lo que nos distingue del común de los hombres es nuestro fervor por la danza. La canalla se vuelve loca con la música. Aplaude con las óperas de Rossini, Donizetti, Auber: parece ser que un millón de pequeñas notas, mezcladas como en ensalada, tiene algo que halaga los oídos de esas gentes. Llevan su ridiculez hasta el extremo de cantar ellos mismos con sus bastas y roncas voces, y la policía les permite reunirse en ciertos anfiteatros para destrozar algunas arias menores. ¡Gran bien les hace! En cuanto a mí, jamás escucho una ópera; sólo la miro; llego para el entreacto y después me escapo. Mi respetable abuela me contaba que todas las grandes damas de su tiempo iban a la Ópera sólo por el baile, y no negaban su apoyo a los señores bailarines. Nuestro turno ha llegado. Somos nosotros quienes protegemos a las bailarinas. ¡Y maldito sea el que piense mal!

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